Perdón, hoy no hay newsletter de libros. ¿Sabés por qué? Entre la noche del miércoles y la del jueves se festejó Rosh Hashaná, el año nuevo judío. Y esto implica muchas cosas. No hay newsletter de libros pero te cuento.

Es Rosh Hashaná: cualquiera que me conozca un poquito sabe que no soy religiosa sino tranquilamente atea. Pero seguramente sabés —esto a veces sorprende a los no judíos— que se puede ser judío y ateo porque el judaísmo es muy antiguo, de cuando pueblo y religión eran una sola cosa. Hay muchas cosas que te unen a ese pueblo y que no son Dios. Es mi caso.

Así que en estos días estuve comprando comida y cocinando: hago un gran pastrón, modestamente, con una receta heterodoxa que tal vez inventó mi mamá. Y, como la famosa magdalena de Proust, ese gustito agridulce que tengo que sentir para saber que la preparación está a punto, me lleva a otros tiempos. Eso y todos los rituales de Rosh Hashaná, o lo que queda de ellos.

El pastrón en marcha, según la receta familiar

Preparo las ollas, las bolsas para llevar la comida a la casa de mi prima y la veo a ella, a mi mamá, parada frente al espejo del baño, la puerta abierta. Son los años 70. Mi mamá seguro fue a la peluquería porque tiene UN PEINADO. Se está pintando, pero no como todos los días, se hace algo especial —creo que es que se puso base— que la hace salir distinta, otra, como de las revistas.

Del cuarto sale mi papá, rarísimo, en traje. Bigote, zapatos lustrados, un caballero. Mi hermana y yo, como de cumpleaños. Así es como papá envuelve en repasadores o en algún mantel la olla enorme para llevar. Y salimos por la avenida Corrientes, damos la vuelta hacia el auto, vamos al templo. Vivimos en Almagro pero vamos al templo en Belgrano porque allí está el oficiante y el tipo de ceremonia que prefieren mis padres.

Esas calles, del barrio de Belgrano R, ya son para mí el inicio de la fiesta. Son otras casas, otros árboles, otro paisaje del de todos los días aunque estemos a media hora de auto nomás. La olla se queda en el baúl, estacionamos donde podemos, caminamos los cuatro de punta en blanco —los zapatitos preciosos de mi hermana chiquita— por esas calles elegantes. Hay un aire de trascendencia, de diferencia. Algo pasa y eso —un tiempo diferente del cotidiano— es una fiesta.

La mesa de fiesta, lista

En la tradición judía Rosh Hashaná, el inicio del año, es también el inicio de los “Iamim noraím”, los “Días terribles”. Son diez días que terminan en el Día del Perdón y son terribles porque en ese lapso Dios decide —eso dice el relato— quién vivirá y quién morirá en el año que empieza e inscribe en el Libro de la Vida los nombres de los que seguirán en este mundo. En esos días nos saludamos diciendo, en hebreo: “Que te inscriban”. Alguno avanza “Y que te lo firmen”. Días terribles, quién no ha pensado en eso, quién no piensa en los que no fueron inscriptos en los últimos períodos.

Así que huele a pastrón en casa, voy pensando en qué ponerme y nos veo a los cuatro sentaditos, siguiendo la ceremonia, cantando, Amén, Amén. Abrazándonos, Feliz Año Nuevo. De vuelta al auto, que ya tiene esa mezcla de perfumes y olor de la olla. Esa mezcla de aromas, perfume y olla, es el olor de Rosh Hashaná.Y después encontrarnos con unos o con otros abuelos —o con los padres de papá y de mamá juntos… eran amigos—; ellas con collares y sacos “suntuosos”, ellos hasta con chaleco. A veces íbamos a lo de una tía abuela con un enorme living donde se ponía la mesa larguísima para los grandes —yo quería ser fonoaudióloga, como la prima joven de mi papá— y en la ratona nos acomodábamos los chicos. Ah, esas charlas solos, con el primo adolescente, que se debía aburrir como un loco, el primo lindo que sabía que era lindo, la prima rubia a la que se ponía de ejemplo porque “ves cómo está rosadita, no como vos que no comés nada…”.

Ensalada rusa, berenjenas, knishes de papa.. ¿qué más había de entrada? Después guefilte fish —el pescado relleno—, después el pollo. Platos “del juego”, cubiertos brillantes, la losa con bordes dorados. Correr por los pasillos largos.

El clásico pastrón.

No teníamos miedo en esos días terribles, éramos chicos, la muerte lisa y llana no existía, como dice el poema de Mario Benedetti. No sentíamos que estuviéramos viviendo nada especial: así era un año y así sería el siguiente porque creíamos —yo creía— que eso era la vida y seguiría igual. Pero no, ya se sabe: no.

Ahora bajo el fuego para que se termine despacito el pastrón y sé que me esperan, con entusiasmo, mis sobrinos, sus hijos. Ninguno de nosotros, o casi, habrá ido al templo. El departamento es un dos ambientes y de aquellos personajes faltan muchos, muchos; la mesa es mucho más corta, pero aun así más larga que la de todos los días, aun así es fiesta.

Aun así, o tal vez porque somos menos, a veces la conversación se pone honda y, tal vez porque algunos nos encontramos con suerte para las Fiestas, vuelven temas del pasado, de esa familia de la que venimos todos. Anécdotas graciosas, hechos dolorosos, facturas impagables. Salgo de esas charlas más llena, como si por un momento la vida retomara su espesor y dejáramos de ser muñequitos corriendo de acá para allá y mirando pavadas en Instagram. Acá estamos, compartimos raíces, compartimos ese pasado que habilita a sacar los trapitos al sol entre bocado y bocado, a mostrar la herida abierta, a pasarse de la raya en el tono porque adentro algo corta y duele.

Los dejo, no hay newsletter de libros. No quiero que se me pase el pastrón.

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